sábado, 11 de agosto de 2012

Artículos de Luis Eduardo Cortés Riera.


Víctor Hugo interpretado en Carora, 1891.
Luis Eduardo Cortés Riera.
cronistadecarora@gmail.com

La enorme fuerza del romanticismo literario, encarnado en la obra del escritor francés Víctor Hugo, 1802-1885, tuvo eco en Carora de finales del siglo XIX. En efecto, fue al finalizar el primer año del “trienio filosófico” que se dictaba en el Colegio La Esperanza cuando el 6 de agosto de 1891 se llevó a efecto la entrega de la Medalla de Honor a los alumnos más destacados de aquel Colegio de secundaria recién fundado el 1º de mayo de 1890 por el Dr. Ramón Pompilio Oropeza, Andrés Tiberio Alvarez y Amenodoro Riera como financistas del novel instituto que nació como particular o privado, al calor del “patriciado caroreño”.
Ese emotivo acto tuvo como escenario la iglesia de San Juan Bautista. Su barroco de sobrio estilo fue testigo de aquel memorable momento en nuestra historia educacionista, iniciándose con un discurso de Monseñor Maximiano Hurtado, prelado tocuyano residente en nuestra ciudad. Luego leyeron Don Agustín Zubillaga y el Dr. Tertuliano Herrera unas composiciones poéticas. El Rector del Colegio, Dr. Oropeza leyó el Acta de la Medalla de Honor,  ganada por el joven siquisiqueño Rafael Lozada. El médico y poeta Juan José Bracho pronunció el discurso de orden y el Dr. Hurtado cerró el acto con un Te Deum cantado solemnemente.
Pero a mitad de aquel acto, dice Cecilio Zubillaga Perera en sus Obras Completas, tomo II, página 214, el señor Mateo Trovat, seguramente un músico francés de pasada por estos lares, cantó un retazo de Hernani, una obra de teatro escrita por el autor de Los Miserables, que representa el triunfo del romanticismo literario sobre la contención, equilibrio, permanencia de nuestro clasicismo, estrenada en el Teatro Francés de París  el 25 de febrero de 1830. Hugo narra la tragedia del  bandido Hernani y su amante Doña Sol,  obra ambientada en la España medieval, por lo que se reconocen allí elementos góticos y una exaltación al amor natural. Hernani es una localidad vasca, lugar de misterio de esa “península de pasión”, como gustaba llamar Hugo a  España.
Esta anécdota pone de manifiesto que entre nosotros el romanticismo decimonónico alargó su influencia hasta bien entrado el siglo XIX, centuria dominada por la filosofía positivista, contraria a todo elemento metafísico, emocional, así como a los elementos naturales. Aunque debemos destacar que la traducción castellana omitió deliberadamente los ataques y las críticas a la religión. Seguramente Monseñor Hurtado leyó el retazo a ser cantado por Trovat con anterioridad, permitiendo de tal manera que aquella inmortal obra se cantara en nuestro recinto religioso. Otra hipótesis que planteo es la que Trovat interpretara la traducción castellana de Eugenio Ochoa, quien retiró del texto lo que percibía como inmoralidad, lo que en España se traduce como ofensa al catolicismo.
Víctor  Hugo dominó la literatura francesa del siglo XIX y se le considera el equivalente francés de Shakespeare. Otros críticos dicen que resulta esclarecedor compararlo a Charles  Dickens, autor de Historia de dos ciudades. Durante su vida se vendieron más de un millón de ejemplares por año en su país y era muy leído en el extranjero. Los Miserables, por ejemplo, fue editada simultáneamente en ocho grandes capitales del mundo. Más de 55 óperas se basaron en sus obras, proyectadas y esbozadas por un variado grupo de compositores, tales como  Bizet, Warner, Mussorgsky, Medelsshon Berlioz, Liszt, Rachmaninoff, Verdi, entre otros. ¿Cuál de las versiones musicales de estos compositores fue la que interpretó el señor Mateo Trovat en la iglesia de San Juan aquel día 6 de agosto de 1891 en la “levítica ciudad de Venezuela”, Carora? Quizá jamás lo sabremos, pero el lector podrá inferirlo utilizando para ello cierta perspicacia.
Carora, 25 de julio de 2012.

Hermann Hesse: medio siglo.
Luis Eduardo Cortés riera.
cronistadecarora@gmail.com

El 9 de agosto 1962 murió en su patria de adopción, Suiza, el eminente escritor alemán Herman Hesse, quien formó una trilogía cumbre, en el siglo que nos dejó atrás y en la lengua de Heine y Goethe con otros dos notables escritores: Thomas Mann y Berthold Brecht. Esto literatos cautivaron nuestra juventud en la década de 1970 mientras realizábamos estudios universitarios. En Mérida era común encontrar compañeros de estudios con un ejemplar de El lobo estepario, o bien  Demian, novelas que nos introducían en una atmósfera emotiva alucinante, en donde personajes solitarios experimentaban estados psíquicos influidos por las religiones filosóficas orientales. Cierta vez estaba yo de entrada a la Facultad de Humanidades de la Universidad de Los Andes, cuando se me acercó una jovencita de excepcional belleza y a la cual desconocía, quien en gesto de suprema cordialidad me obsequió un ejemplar de la novela Demian.
Era, pues, una lectura casi obligatoria en aquellos años, pues teníamos noticias del enorme éxito editorial de Hesse en los Estados Unidos, país hegemonista que en aquellos años perdía por impopular la primera guerra de su historia en el lejano Vietnam. La contestataria y rebelde juventud lo tomó como icono y estandarte de su pacifismo. Recordemos el Flower Power y el movimiento hippie, los que hicieron del consumo de drogas y de estupefacientes una vía de escape en lo que veían como un conflicto que los enviaba a una muerte casi segura. Otros notables pensadores se unieron para combatir aquella agresión injustificada: Bertrand Russell y Herbert Marcuse, quienes se colocaron a la vanguardia de la tremenda conmoción universal protagonizada por la juventud luego del inolvidable Mayo francés de 1968.
Se ha calculado que de Hesse se han vendido unos 150 millones de ejemplares de sus obras.  Debemos agregar otras, tales como Siddartha, la palabra de Buda, lectura favorita de mis  coterráneos caroreños Cécil Alvarez, Nelson Martínez, Juan Hildemar Querales  y Juan María Morales, novela que acusa una influencia de las ideas del psicoanalista suizo Carl Gustav Jung. A mi particularmente me atrapó la mencionada novela Demian, en la que unos jóvenes descubren la existencia de Abraxas, el dios del bien y del mal que habita las llamas y fogatas. Una simultaneidad  que me asombraba y no terminaba de comprender desde la óptica de mi formación de católico, cuerpo de creencias que no admiten tales hibridismos, los que son tan naturales en el budismo y el taoísmo orientales. Estos amigos caroreños leyeron casi toda la novelística hessiana, pues se bebieron a Narciso y Goldmundo y así como también  El Juego de abalorios, obra cumbre de la novelística hessiana.
Siempre recuerdo una de las  frases favoritas de Hesse cuando dijo que “La gente del siglo XX se cree culta porque llena crucigramas”, o aquella otra “Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”, o este otra no menos genial: “Hay personas quienes se consideran perfectos, pero es solo porque exigen menos de sí mismos”, sentencia que pone en boca de sus personajes atormentados por el siglo que les tocó vivir, así como por la Guerra Mundial que comenzó en 1914 y terminó en 1945.
Su vida terminó cuando también acabó la de una  rubia rutilante y erótica que se sobrepasó de barbitúricos y sedantes, hecho lamentable que ha tenido en los días que corren una cobertura mediática colosal a escala planetaria, no así el fallecimiento de este literato alemán que a comienzos de la pasada centuria vislumbró la enloquecida máquina del progreso que tritura a los seres humanos. Es un síntoma del gran mal del espíritu de nuestros tiempos y que Mario Vargas Llosa acusa severamente en su más reciente obra,  La civilización del espectáculo, (Alfaguara, 2012). Y es que pareciera que a pocos interesa la vida de este luchador antifascista, defensor en plena Segunda Guerra mundial del acosado pueblo judío, quien además abogaba por una cultura verdadera y realmente ecuménica, y que como tal, recogiera lo mejor de cada una de ellas para elevar a los seres humanos a niveles hasta ahora desconocidos de conocimientos y de responsabilidad moral.
Recibió tardíamente el Premio Nobel de Literatura, en 1946, pero no pudo presenciar la enormidad de su colosal éxito literario, que es global en todos los sentidos, acaecido desde los turbulentos años 60 del siglo XX, década cuando aconteció algo sin precedentes en la historia universal: nació la rebeldía juvenil. En la paridura de ese fenómeno planetario el escritor germano contribuyó, a no dudar, de forma decisiva. Murió a los 85 años en un apacible pueblecito helvético mientras dormía, de una hemorragia cerebral, este paladín de la contracultura del siglo pasado.
Carora, agosto 8 de 2012.

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